lunes, 19 de septiembre de 2011


Bien plantado en la tierra,
las nubes se enmarañan en sus cabellos...
Aunque vive tan alto que ignora mi existencia
no quiero perturbarlo
¡Quién pudiera decirme si es un dios o es un árbol!
OG.

martes, 30 de agosto de 2011

Cuestionario Josefo

J: ¿Por qué es importante participar en el cuidado y conocimiento de la biodiversidad?

RR: La biodiversidad es nuestro tesoro real, somos parte de ella y ella parte de nosotros. Forma nuestra biósfera, un todo ordenado pero que es, a la vez una anarquía frente al silencio cósmico.

Sin ella, simplemente no existiríamos y es aquí donde adquiere su real valor ya que en muchos lugares del planeta la cultura consumista ve en la biodiversidad únicamente una fuente de bienes y recursos.

Alejada en apariencia de la cotidianeidad es un concepto remoto, aislado y pocas veces se repara en la complejidad de los ecosistemas, en las invisibles tramas de la vida a las que pertenecemos también.

Estamos aún apenas en pañales en lo que al conocimiento de la biodiversidad se refiere. Sabemos datos muy especializados sobre otras cuestiones como el diámetro de la Tierra, lo que se necesita para enviar una persona o una sonda al espacio, la composición y peso de moléculas pero cuando nos preguntamos ¿Cuántas especies hay en la Tierra? No tenemos si quiera un aproximado real.

Y si no sabemos con cuántas formas de seres compartimos esta excepción del Universo que es nuestro planeta, menos sabemos sobre las complejas relaciones que se dan entre ellas.

Debemos conocer para cuidar, pero a estas alturas de deterioro ecológico a nivel global, estamos orillados a conservar y proteger lo más que se pueda porque si no lo hacemos lo perderemos en muy poco tiempo.

Se estima que están desapareciendo tres especies de seres vivos cada hora, este es un dato aterrador. Miles de entidades únicas e irrepetibles al año que jamás volveremos a ver y que muchas de ellas, ni siquiera conocimos, ya que la extinción es para siempre.

Estamos en una era crucial y decisiva, no ya para la vida en la Tierra que seguramente continuará de maneras inesperadas, sino para nosotros mismos y las especies que aquí y ahora nos acompañan.

Es el momento de conservar, cuidar y conocer. De nosotros depende la propia existencia de nuestra especie y esto solo lo lograremos conociendo nuestra biodiversidad y cuidándola.


J: ¿Cómo participamos los humanos en la dinámica de los ecosistemas?

RR: Como una especie más, tuvimos nuestros nichos y controles naturales hasta que aprendimos a combatirlos.

Es decir, antes de la revolución industrial donde las máquinas comenzaron a hacer nuestro trabajo y del descubrimiento de la asepsia, las vacunas y los antibióticos; nuestras enfermedades, capacidades y parásitos mantuvieron la población mundial estable, podríamos decir, bajo control.

Después de esa increíble era de conocimientos e inventos, logramos quitarnos la presión natural hasta convertirnos en una plaga.

Pronto seremos más de 7 mil millones de seres humanos, la capacidad de carga del planeta está sobrepasada. Dejamos de convivir y coexistir con nuestros ecosistemas para arrasarlos, devastarlos y contaminarlos.

La respuesta a ésta pregunta es tétrica y desoladora en un gran porcentaje. Nuestra participación en la dinámica de los ecosistemas es, en general negativa. Sustraemos y aniquilamos especies, cambiamos el uso de suelo, modificamos el paisaje, apostamos por una simplificación del entorno, desecamos, desertificamos y contaminamos.

Sin embargo, de entre todo lo malo, hay ya mucha gente que ha comprendido que el no cuidar los ecosistemas equivale a un suicidio colectivo.

Se pugna hoy en día por la sustentabilidad o sostenibilidad, el reciclaje, el ahorro de energía y por establecer cada vez más y mejores áreas protegidas haciendo recuperación y estabilización de los ecosistemas con medios humanos y que sin embargo, en la mayoría de las ocasiones como se ha comprobado, la cuestión es más bien dejar en paz los ecosistemas y sus componentes regresarán, proliferarán y retornarán a su equilibrio anterior.

J: ¿Por qué te gusta tu trabajo?

RR: Soy en principio, un naturalista nato.

Desde la infancia siempre estuve maravillado por la naturaleza a mí alrededor, en la diversidad de rocas, de ambientes, de hojas, de plantas y animales, de vida pasada, pero sobre todo de los insectos. Después comprendí que ellos son el componente más diverso en éste mundo.

Después soy Biólogo.

Esa admiración por lo que me rodea me llenó de incógnitas, estaba ávido por conocer, por saber y naturalmente entré a la carrera que me ofrecía esa ventana, el estudio de la vida.

Finalmente soy un divulgador.

Decía Carl Sagan “Después de todo, cuando estás enamorado, quieres contárselo a todo el mundo” y así pasa conmigo, mi pasión es la naturaleza, mi pasión es la vida y cada vez que aprendo algo nuevo quiero contarlo, quiero compartirlo con la gente.

Vivimos en un mundo estremecedoramente bello y misterioso, lleno de complejos mecanismos que desencadenan reacciones que culminan en lo que parecen simples placeres para nosotros como el aroma de una flor o el sabor de una fruta.

Conocerlo es una verdadera aventura, recorrerlo, palparlo y comprenderlo. Gracias a mi trabajo he podido estar en muchas situaciones y lugares, ver espectáculos de la naturaleza. Desde descender al corazón de la Tierra, capturar cocodrilos, ver un arcoíris de noche en África y ser perseguido por un elefante, hasta la gran migración de las rapaces y encontrar vida silvestre en el centro de una de las urbes más grandes del mundo.

Vivo esas historias y aventuras, para compartirlas y esa creo es mi principal satisfacción. El poder de la televisión me ha llevado a hogares donde desde niños hasta ancianos de todos los estratos sociales han hecho un tiempo para conocer un poco más sobre nuestro mundo.

También cada que puedo doy conferencias y escribo artículos sobre especies y lugares poco conocidos.

Amo lo que hago porque es mi pasión al grado que realmente nunca lo he considerado trabajo.

J: ¿Qué significa para ti ser un científico?

RR: La ciencia, con su método es la manera más racional que hemos encontrado para acercarnos a la verdad.

El trabajo arduo, la redundancia, la comprobación y final exposición ante expertos es un juego serio. Nada es definitivo, todo puede modificarse. Entender nuestro mundo es complicado y sin embargo siento que es de lo más gratificante.

Un científico, es un investigador que debe estar al pendiente de las más ínfimas pistas que lo lleven a contestar su o sus preguntas.

Un científico es un explorador que debe ir a la selva, al hielo, a las cavernas o al mar para comprender, observar y conocer.

Un científico es un divulgador ya que traduce la complejidad a un lenguaje accesible para todos.

Un científico es un iconoclasta, un rebelde, un guerrillero ya que da su vida y empeño por solucionar cuestiones trascendentales.

Un científico es un niño que se niega a desaparecer en el cuerpo de un adulto ya que no ha perdido la curiosidad, la tozudez y entusiasmo de la infancia.

Un científico es humilde al saber que podrá acercarse a la verdad pero nunca tendrá la verdad absoluta.

Un científico es historia, ya que su legado permanecerá para la posteridad y análisis de generaciones futuras.

Un científico es un soñador con disciplina.

Entre otras cosas eso es para mí, ser un científico.

J: ¿Cómo podríamos los jóvenes mexicanos ayudar en el cuidado de la biodiversidad y protección de nuestro planeta?

RR: Muchas veces cuartamos nuestra libertad, construimos una burbuja sencilla, placentera y costumbrista que sin pensarlo nos tiene presos en la comodidad.

Vemos los mismos programas en la TV, nos abstraemos con juegos virtuales, abrimos la llave y sale agua, presionamos la palanca del inodoro y desaparecen nuestros desechos, caminamos un poco y saciamos nuestras necesidades básicas con relativa facilidad.

Para mí, ese es un mundo gris donde perdemos valioso tiempo vital, angustiándonos, deprimiéndonos, odiando o simplemente (y desde mi punto de vista lo más peligroso y triste) siendo indiferentes.

El mundo es misterioso y bello, mágico y emocionante, pero está allá afuera.

Hay que salir, desperezarse, actuar. Ya no se vale permanecer inmóviles, no podemos malgastar nuestro tiempo de vida en banalidades cuando tenemos asuntos tan importantes por resolver como nuestra propia supervivencia.

El cuidar un ecosistema, una especie, el no comprar animales ni plantas ilegales, el ahorrar energía, el separar y tratar nuestros desechos, el hablarlo, el hacerlo es parte fundamental.

Todos somos el problema, es tiempo de ser parte de la solución.

Nunca estarás aburrido si lees un libro, si ves un programa donde aprendas, si observas un paraje, un insecto o un ave.

Nunca estarás deprimido si te pones a pensar que gracias a billones y billones de casualidades en la historia del universo es posible que respires, que camines, que pienses, que estás aquí. Cada inhalación es un complejo proceso que involucra al mundo que te rodea y a tu maravilloso organismo.

Lo más importante es cambiar la actitud, abrir los poros a las sensaciones que nos ofrece la naturaleza, salir de nuestro caparazón, ser valientes, decididos y alegres. Una vez que tenemos eso, actuar en favor del mundo, los ecosistemas, la biodiversidad y la humanidad viene por sí solo.

martes, 16 de agosto de 2011

Las dos caras de la moneda

Hoy en la mañana ví una foto que me impactó.
Hojeando La Jornada estaba, entre letras negras y anuncios estúpidamente coloridos, la imagen de Oscar Pistorius corriendo a toda velocidad sobre sus prótesis.
Para mí fue estremecedor ver que la mente humana con sus herramientas tecnológicas habían devuelto la libertad a un ser que históricamente jamás hubiera gozado la caricia del viento su rostro producto del esfuerzo físico.
Fue la escena que para mí resume los ideales de la humanidad, el deporte, la ciencia, la vida, en fin, sublime. Pensaba, "Éste debería ser el objetivo principal; no hacer armas, no joder más a la Tierra, no perder el tiempo en banalidades sino conocer, descubrir, comprender, asombrarse"
Sin embargo, la nota hablaba sobre conflictos humanos.
Como casi siempre, nos quedamos revolcando en la mierda en lugar de apuntar alto, a objetivos realmente importantes en éste, nuestro mundo y ésta nuestra vida.


miércoles, 29 de junio de 2011

Xico; fervor y tradición

Detrás de una pared humana de curiosos, a lo lejos una persona vuela por los aires. Nos acercamos corriendo y no se puede ver mucho por que todos los sitios están llenos. Subimos a la caja de un trailer que también está copada de espectadores y desde allí, entre el mar de sombreros de la concurrencia vemos algunos hermosos toros negros, toros de lidia que avanzan desconcertados en una de las calles resbalosas por la lluvia que justo en este momento ha dado un breve descanso.
Los valientes, algunos de ellos envalentonados por tanto “verde” o “morita” que han bebido, saltan la valla y enfrentan a los formidables animales.
De pronto, uno embiste; se hace un silencio general por la respiración contenida de cientos de personas. En cuestión de instantes el silencio se rompe por una exclamación general. El tamaño y la fuerza de los toros solo se pueden comprender cuando con un movimiento leve de su robusto cuello manda a un ser humano varios metros sobre el suelo.
El día es 22 de julio y estamos en una de las fiestas más importantes del estado de Veracruz, la famosa Xiqueñada.
La celebración comenzó desde algunos días antes y ha sido cuidadosamente preparada desde hace un año.

Todo gira en torno a la celebración de Santa María Magdalena, María cuyo segundo nombre proviene del sitio dónde nació: Magdala, un pequeño enclave en el mar de Galilea. Santa María Magdalena quién estuvo cerca de Jesucristo al momento de su muerte y fue la primera en verlo resucitado.
Ella, uno de los personajes más controvertidos en la historia de la religión ya que a causa de un sermón del Papa Gregorio el grande en el año 591 se dio la imagen de haber sido adúltera. Ella, representada con lágrimas rodando por sus mejillas, hermosa y diáfana es la patrona de Xico.
Se respira fiesta en el aire, el cielo está nublado y las nubes bajas dan una sensación de intimidad.
Xico es la apócope de Xicochimalco el nombre original y que significa “escudo de abeja”. Es un hermoso enclave situado entre las montañas veracruzanas, muy cerca de la capital, Xalapa. Rodeado de lujuriosa vegetación y paraísos secretos con bellas caídas de agua, este sitio tiene una historia milenaria ya que fue fundado en el siglo IX antes de Cristo. Pero no se trata del lugar original ya que durante el virreinato, en 1601 se mueve la población a un lugar cercano y donde estaba antes el pueblo se le conoce como “Xico viejo”.
La nueva localidad recibe el nombre de Santa María Magdalena de Xicochimalco. Sin embargo, hace más de 100 años, para ser precisos el 29 de noviembre de 1892, las autoridades porfirianas, la elevan al rango de Villa y recortan el nombre solo a Xico.
Al parecer que el pueblo no lleve ya oficialmente su nombre no le importa mucho a la Santa pues ella pasea serena, majestuosa, con rostro inmutable sobre los hombros de los fieles quienes hacen caso omiso al cansancio, alentados por su fe. Suben lentamente las escaleras rodeados de cientos de personas que asombrados observan a la imagen, tocan su vestido, toman fotos con cámaras y celulares, lloran y rezan.
La música llena el ambiente y los cohetes cimbran el entorno. Al final de la escalera espera el nicho máximo, la entrada de su catedral. Sobrio edificio del siglo XVI con acabados barrocos y neoclásicos de los siglos XVII y XIX y que ahora está de gala adornado por un imponente arco de 18 metros de alto, 5 de ancho y cerca de 2,000 kilos de peso, realizado con bejuco de uva, cocuyo y flor de sotol y cada año se hace un diseño nuevo.
El rostro impávido de la Santa mira hacia a su pueblo entre humo de copal y el maravilloso cortinaje dentro de la iglesia. Las procesiones van llegando por la calle principal. Contingentes de danzantes y gente disfrazada se presentan ante ella.
A lo lejos se escuchan ruidos extraños y se ve algo así como un tren de numerosos vagones en medio de la multitud. La imagen es desconcertante para quien no sabe de qué se trata y sin embargo una sonrisa se dibuja en los rostros de muchas personas. Lo que se acerca son una multitud de contingentes que bailan y se contonean alrededor de decenas de grandes y pesados toritos. Nombres como “El jefe de jefes”, “Bullanguero”, “El Apenitas”, “Cabezón”, “Chueco” o el “Verdulero” desfilan frente a la imagen.
Cada corrillo consiste en un “pastor” armado con un cayado de madera en forma de serpiente o de lo que la imaginación mande, un ruidoso grupo de gente vestida con cencerros y lo más importante, una estructura de madera que más que torito parece puerco espín ya que poseen una fuerte artillería de cohetes apuntando al cielo.
Los toritos vienen todos adornados y cuentan con un par de rótulos, el del nombre del torito y el de la congregación o barrio que colaboraron para su fabricación. Uno por uno, van tomando su turno para desfilar frente a la sagrada imagen. El rostro de cada esforzado cargador sufre una metamorfosis que va de una mueca de cansancio a una sonrisa franca de éxtasis. Cobran fuerza, avanzan con decisión en medio del estridente sonido de los cencerros y comienzan a girar sobre su propio eje como alegres trompos.
Dentro de la iglesia se encuentra la primera imagen de Santa María Magdalena que según la leyenda “llegó” hace más de 400 años. Dice la tradición oral que un día aparecieron cuatro mulitas cargadas en una de las esquinas del parque. Nadie sabía de dónde llegaron y jamás se supo del dueño.
Las pobres mulas estuvieron desde la mañana hasta el anochecer. Algunas personas compadecidas por los animalillos sin amo se acercaban para darles de comer y beber. Al día siguiente el párroco ordenó que fueran llevadas a los patios de la Catedral para darles descanso.
Al desatar los bultos se encontró la imagen dentro de uno de ellos. El hallazgo fue tomado como una señal de que la Santa llegó a Xico para quedarse.
La imagen actual de Santa María Magdalena es más reciente. Desde su aparición se le cambiaba el vestido de vez en cuando y poco a poco se fue creando una particular costumbre del pueblo de Xico, la de regalarle vestidos.
El más antiguo data de 1890, vienen en todas las tonalidades y texturas. Mucha gente le tiene tanto aprecio y devoción que en algunas ocasiones deben esperar más de dos años para poder hacerle el regalo ya que hay que ponerse en una lista de espera. Cada año le regalan 32 vestidos, el día 13 y el 19 recibe dos y el 22 no recibe ninguno, de ahí en adelante cambia cada 15 días.
Existen algunos especialmente queridos como son el que le regaló Alberto Ortega en 1936 y el que obsequió Alberto Balderas en 1952, ambos famosos toreros y como debemos recordar la tradición taurina de Xico es fuerte. De hecho la plaza de toros lleva el nombre de éste último.
A lo largo de los años se ha formado una gran colección de centenares de vestidos por lo que en la parte posterior de la catedral, en el “Patio de las palomas” se puede admirar uno de los museos más sui generis de México, el Museo de los vestidos. Allí se puede observar también algunas pelucas elaboradas con cabello natural, obviamente también regalo para la Santa.
El saldo en esta ocasión fue blanco, sin embargo en otros años es común que mueran algunas de las personas que se meten con los toros en los tres sectores o encierros en que se divide la calle Miguel Hidalgo.
Avanzada la tarde y después de la corrida, la calle se abre llenándose de gente que contrata músicos y en pequeños grupos llenan de notas tradicionales el ambiente festivo.
Llegamos al restaurante “Las Fincas” frente a la plaza principal en dónde amablemente nos recibe Doña Martha Hernández y con una sonrisa nos cuenta la historia de su abuelo “el Garrafa” quien inició la historia de los licores tradicionales de esta región.
Enérgica pero cordial, organiza a la gente, concurrencia y trabajadores para que todo mundo lleve su botella de verde o de morita así como una gama extensa de ricos licores.
La gente de Xico es de fuertes convicciones, lazos familiares, pero sobre todo es bullanguera. Hace unos cuantos años establecieron el récord de la enchilada de mole más grande del mundo para lo que emplearon más de 30,000 enchiladas. Cabe decir que el mole es otra de las fortalezas de Xico, con un sabor único, el paladar también está de fiesta aquí.
La noche se ilumina con los juegos de la feria, los coloridos puestos y la sonrisa de la gente, pero sobre todo por la serie de toritos que están quemando en el atrio de la catedral.

En medio de una nube de humo, el torito gira entre chispazos y fuertes estallidos. Una ronda de alegres convidados se toma de las manos y baila a pesar del olor a chamuscado de algunas de sus prendas.
El universo está aquí, las estrellas miran desde lo alto y las montañas, desde su palco, es la fiesta de los hombres, de la magia, del sabor, de la muerte pero sobre todo de la vida. Mañana, mañana será otro día.

lunes, 16 de mayo de 2011

Calakmul

Sacando una elegante tarántula Brachypelma vagans de su enorme nido construido
bajo un tronco caído y cubierto de suave seda hasta el vestíbulo, escucho uno de
tantos sonidos escalofriantemente bellos que tiene la selva de Calakmul -dentro
del reino de la Cabeza de Serpiente- producido por el macho de la tropa de monos
aulladores que grita justo encima de mi cabeza con un terrible sonido gutural
que se puede escuchar a kilómetros de distancia.

Volteo hacia arriba y veo cómo en las enormes ramas de un viejo árbol sabio de
este lugar tan mágico, hay agitación en el pequeño grupo de monos saraguatos
porque se preparan para pasar la noche con la incertidumbre de ignorar si van a
ver el sol el siguiente día. Se agitan las ramas de un árbol cercano y como un
circo que se anuncia al llegar a un alejado pueblo para solaz de sus habitantes
se balancean con increíble facilidad y gran valor una tropa de monos-araña. Con
acrobáticos saltos y cara de niños traviesos cruzan cerca de los tranquilos
monos saraguatos.

Camino un poco y encuentro en el suelo un rastro conocido: un pequeño espacio
sin hojas en medio de la hojarasca, a un lado, el material faltante. Me inclino
para confirmar y el intenso olor me indica que la noche anterior un jaguar marcó
uno de los límites de su territorio en esa zona. El paisaje a mi alrededor es
inquietante y a la vez magnífico. Una alfombra de hojas de todas las tonalidades
de colores otoñales, cubre el suelo y descubre sus formas como un vestido ceñido
al cuerpo de una mujer. En donde había agua hace algunos meses -depósitos
temporales de agua aquí conocidos como "aguadas"-, se ve solamente el espacio
vacío. Raíces y troncos que antes estuvieron bajo el vital líquido ahora asoman
sin pudor alguno sus cortezas marchitas y retorcidas. Aspiro el sensual olor de
las hojas húmedas. Un sonido llama mi atención y al voltear observo una
serpiente escurrirse por entre la hojarasca, la persigo hasta conseguir
capturarla, al tenerla en mis manos confirmo que se trata de una petatilla o
Drimobius margaritiferus y admiro el hermoso patrón de sus escamas y por el cual
recibe tal nombre.

Habiéndola liberado regreso a la contemplación del tétrico paisaje. El
sotobosque es escaso debido a que los árboles jóvenes no crecen aquí ya que la
sombra de sus enormes antepasados no deja que reciban la luz del sol. Las
dolinas -hundimientos- dominan el paisaje y los eternos mosquitos aunados al
ejército de tábanos me recuerdan que este paraíso es también escenario de la
vida en todas sus formas incluso las que hacen que se torne en momentos en un
infierno. Me tengo que marchar de ese paraje tan enigmático.

Antes de irnos, escalo por una vieja torre de observación de treinta metros de
alto. La precaria escalera se bambolea mientras asciendo y de repente, al llegar
a su oxidada cima me convierto en un gigante y las miles de hectáreas de selva
que me rodean se vuelven una uniforme alfombra verde. Veo cómo avanza una gran
tormenta desde el horizonte hacia mí. Tengo poco tiempo antes de convertirme en
el pararrayos principal de esta selva, así que instalo la cuerda, me coloco el
arnés y desciendo por la cuerda mientras me sumerjo de nuevo en la espesura
verde.

Subo de nuevo y me detengo un momento a escuchar la sinfonía más hermosa de mi
vida: mientras los tambores de la tormenta al fondo sirven de base rítmica las
millones de cigarras me dan un tono tan ordenado que asombra. Las aves del
crepúsculo dan la melodía y las voces principales, mientras que el tenor
saraguato ocasionalmente me deja oír su estruendosa garganta. Es tiempo de
marchar.

Al manejar por los cuarenta kilómetros que aún nos faltan para llegar a la
antigua ciudad antagónica de la gran Tikal: Calakmul, la lluvia hace su
aparición. El tubo de vegetación por la que nos desplazamos se torna borroso por
la intensidad del agua cayendo. Las curvas se suceden una tras otra y el sonido
es tan intenso que hay que gritar para ser escuchado. De repente un remanso en
la tormenta permite salir a unos pavos ocelados que en su carrera loca frente a
la camioneta parecen en verdad los herederos de los dinosaurios, hasta que se
cansan de correr y comienzan un vuelo corto pero vigoroso hasta una rama en
donde se posan para descansar. Cruzan nuestro camino una pareja de tucanes y
varios Momotos con su cola en forma de péndulo y sus hermosos colores.

Llegamos a las ruinas... nos instalamos. Camino en la noche hacia la zona
arqueológica... al entrar en una plaza, la cantidad de estelas y enormes
estructuras me hacen empequeñecer y remitirme a tiempos muy muy lejanos, mi
corazón palpita y casi puedo escuchar los tambores de una ceremonia a la luz de
las hogueras y el olor mistico del copal. El sonido de las ranas inunda el
ambiente. La noche es perfecta, frente a mí, la masiva estructura II con sus
máscarones zoomorfos mirando hacia el rumbo de las obsidianas cortantes, y
proyectando su sombra gracias a la luna llena que nos cobija esta noche. Subo
por los milenarios escalones hasta llegar a la cumbre, el viento amigo me roza
el rostro y de nuevo soy un gigante con mi cesped de selva. Saludo a los cinco
rumbos y doy gracias a la magia por esta vida tan bella.

Más tarde, al paladear un buen café y a la luz del fogón el "coyote" -Don
Demetrio- nos cuenta las historias sobre su infancia en la región de los
chicleros. Es increíble como no quedó un solo árbol de zapote -Manilcara
zapota-en la selva maya que no hubiera sido aprovechado por un intrépido
chiclero en búsqueda de el oro de la selva. Nos cuenta cómo veía a cientos de
chicleros y las interminables recuas de mulas en campamentos en donde se
arriesgaba la vida a diario ya fuera por mordida de nauyaca, error al chiclear y
cortar la cuerda por un mal tajo con el machete a 30 metros del suelo, por riñas
internas, por el piquete de la mosca chiclera vector del terrible protozoario
Leishmania y muchas cosas más.

Con la mirada perdida por un viaje al ricón de los recuerdos de su mente,
Demetrio nos explica como si él mismo lo estuviera haciendo en ese mismo lugar
todo el proceso de la extracción de chicle desde la búsqueda del árbol hasta el
grabado de la marqueta -un como ladrillo de chicle de medida estandarizada-. Las
palomillas revolotean alrededor de la luz y caen para luego levantarse y
dirigirse a esa extraña fuente luminosa como poseídas por un afán brujo.

Duermo...

El aroma a tierra mojada me despierta y escucho de nuevo la sinfonía de la
selva pero esta vez en otro movimiento que yo llamaría Allegro amanecer
selvatti. Don Demetrio me enseña a trepar por un gran árbol con unos picos que
van amarrados a los pies llamados puyas mismas que se usan para chiclear y en mi
primer intento subo a unos 10 metros de una guaya. Acostumbrado a la seguridad y
confort de el equipo de espeleología, me siento indefenso a esa altura con las
puyas clavadas al tronco y una soga alrededor del mismo deteniendo mi cuerpo.
Finalmente la experiencia es increíble y Don Demetrio amablemente me dice que he
sido buen alumno.

Por la tarde vamos por la selva y Don Demetrio nos enseña los nombres comunes y
científicos de cada uno de los árboles y nos explica características de los
mismos. Nos untamos un poco de la savia del Chechén para ver que nos hace. Me
salen puntitos negros en la piel y se torna rojo el sitio donde tocó la savia.
Finalmente tenemos que regresar al mundo humano, en verdad que yo prefiero el
mundo de la selva pero tengo que hacer acto de presencia de vez en cuando con
los de mi especie.

Hoy, frente a este monitor, con el cuerpo herido por decenas de garrapatas,
moscos, tábanos, hormigas, termitas y chechén, del que por cierto me sangró, me
siento muy contento de que el mundo tenga siempre tantas sorpresas.

Chibebo


=====
En toda mi vida alguien me susurraba al oído:
vive, Vive, VIVE!!!
Era la Muerte.

domingo, 15 de mayo de 2011

Entrañables amigos

Amigos entrañables

Mi cuerpo está cansado pero alerta, estoy terminando de armar mi mochila para la exploración de un cañón en Veracruz: 1420m de desnivel, 11 Km. en horizontal, unos 5 días metidos en las venas de la Tierra...

Con unas cuantas horas "libres" quería compartirles un poco de lo que ha sido la Vida para mi los últimos tiempos, los cuales han sido muy intensos. Más allá de una narración estructurada, temo que este mensaje sea casi un telegrama, pues las emociones han sido muchas.

Tomo un sorbo de café y recuerdo...

Noche de estrellas, fogata y clase de constelaciones. Machito de las Flores, curioso nombre para un poblado. Charlando con los amigos, estamos dispuestos a explorar un cañón la mañana siguiente. Guerrero es el Estado y la subida a la Sierra es interminable. Ramón con añoranza y alegría nos comparte sus experiencias en la zona hace 20 años.



Un señor con su mula nos encuentra y nos advierte: "No se vayan por ahí, ya no hay salida", asentimos y le comentamos que estamos preparados. El descenso es entre cañadas y tiros. Risas e historias, nos llevan de la mano a través de un bello paisaje. Finalmente llegamos a un balneario donde la gente nos mira como si fuéramos extraterrestres. El regreso largo, se hizo corto por la plática amena.

Pasan los días...

Suspendido de una cuerda, bajo lentamente "para disfrutar más" 80 metros hacia el fondo de el sótano de Popoca. Con su cascada cayendo bajo los grandes árboles de la selva, es para mi uno de los más bellos. David, quién siempre da ánimo y confianza ya está abajo. Al llegar rompo en gritos de euforia y le agradezco que sea mi amigo.

Como por impulso, cada año nos reunimos en ese mágico sitio para compartir vida y amistad. Decenas de personajes como sacados de los cuentos, departimos y nos regocijamos. Espeleólogos, montañistas y demás bailamos al son de una rocola en medio de la Sierra de Zongolica, hacemos concursos, acampamos y bebemos hasta el mareo sin control. La montaña nos acoge de nuevo y Lorenzo y Paty nos reciben en su casa, preguntan por los que no vinieron y nos actualizamos en noticias. "El año no ha sido bueno, pero que gusto verlos de nuevo aquí". Viejos rostros se entremezclan con el metálico llamado de la oropéndola y la nube de brisa que sale del sótano nos vuelve a dejar sin aliento invitándonos de nuevo a bajar a sus entrañas.

Otro sorbo de café y cambio de escenario...

Un avión de papel flotando larguísimos minutos suspendido en el aire sobre un valle, un espectáculo maravilloso de paz y elegancia. El orgulloso ingeniero, Alan de seis años y mirada avispada observa. Cerca de él está la materia prima de su obra: hojas arrancadas del libro Español, lecturas de tercer grado.

En la Sierra Negra de Puebla, uno de tantos rincones olvidados del país, pasamos excelentes aventuras con amigos de Bélgica, explorando cuevas hermosas y territorios de ensueño. 11 días entre las nubes nos hablaron sobre la pobreza, el valor, la muerte, la soledad, la amistad y el espectáculo irrepetible de una sonrisa sincera. Noches de frío donde una de las posesiones más entrañables eran un par de calcetas secas para dormir, eran tan solo la vanguardia del amanecer entre camaradas sencillos y valientes.

El rostro agrietado de Richard, se mezcla en mi mente con el olor a café, las ocurrencias de Francoise, los helechos arborescentes, la cara de espanto cuando Doña Beatríz se nos murió en la camioneta de redilas camino al hospital, el lodo en las botas, el sonido del agua como niños jugando dentro de la cueva, el desenfado de Beluga y los consejos del Gus.

Un poco más de café que quedan 2 horas para partir...

Caminos sinuosos de interminables terracerías en la Sierra Negra dieron paso en un par de días al paisaje seco de la frontera entre Zacatecas y Jalisco donde Fulvio Eccardi nos mostró que cuando se quieren hacer las cosas no existe barrera infranqueable. Paciente, develó ante mí una realidad compleja humana y natural que gira entorno a un ave majestuosa y emblemática: El Águila Real.

Emociones no faltaron, llegar de madrugada y sin luz a la orilla de un barranco desconocido para nosotros, bajar por una delgada cuerda y caminar entre ramas y espinas para entrar con sigilo a un escondite pequeño donde pasaríamos las siguientes 12 horas. Pero los dolores de espalda, el desvelo, el calor y el frío, fueron recompensados al mirar a un silencioso fantasma deslizarse por el aire para remontar el vuelo hacia el sol.

Campesinos inconformes pero de mirada sincera y sonrisa franca, místicos artistas que vencen a la roca para hacer su obra y naturalistas incansables como héroes, eran la parte humana de un mundo de bosque y selva, pastizales y cielo, donde veloces venados, mefíticos zorrillos, olorosas hierbas, arañas gigantes, coyotes, maderas de rojo encendido, ardillas juguetonas, pumas, cuervos y fúnebres zopilotes, viven y sobreviven.

Como un abrir y cerrar de ojos…

Pasó apenas un día cuando ya estábamos en camino de regreso a la Sierra Negra, esta vez para explorar un cañón.

En esta ocasión, la naturaleza se nos presentó en forma de gigantescos liquidámbares, altísimas paredes y un salto de agua que al caer sobre vegetación prehistórica llenaban el paisaje enmarcado por un "Puente de Dios" sobre nuestras cabezas. Solo faltaban los pterodáctilos...

Cuatro días sin ver a otro humano más que nosotros, nos enseñaron que un salto pequeño puede ser muy peligroso, que perder la cuerda es perderlo casi todo en el cañón y que debemos ser humildes y sinceros frente a la naturaleza.

Después de casi tres horas de caminata en una pronunciada pendiente y cargando mochilas de 24 kilos, volteamos a ver el imponente cañón mientras la Sierra bajaba el telón de niebla, terminando la función... por ahora.

Dentro de un par de semanas regresaremos a concluir la exploración de este mágico lugar dónde las luciérnagas realizan una danza nocturna al pie de majestuosos árboles que orgullosos y sin conocer al humano se yerguen a mitad del río…

Dos días de fiesta fueron el preámbulo de mi regreso a las grutas de Tolantongo, esta vez con muchos humanos a mi alrededor, de los cuales pudimos escapar al retraernos en nuestra mente y limitarnos al goce de la roca lisa dentro de la gruta, al vapor caliente y a la infinidad de chorros de agua que dan paso al corazón de la Tierra.

Allí donde el dinero ya tiene valor, las montañas nos siguen demostrando que somos ínfimos seres y los "viejitos" nos ven con sus espinas desde sus puestos en la sierra.

Apenas hace algunas horas llegué y pude platicar un poco con los míos y dentro de 2 horas salgo de nuevo con los amigos a una aventura en la naturaleza.

Gracias por leer hasta aquí, espero haber sido justo con cada lugar.

Un abrazo y buen camino.

Chibebo
Roberto Rojo

668...
El vecino del diablo

martes, 26 de abril de 2011

Montevideo

Estoy hospedado en una casa muy antigua en el centro de la ciudad, mi pieza consta de un fragmento de lo que alguna vez fuera una suntuosa habitación, habilitado para que una persona moderna esté a gusto.
Tengo una cama mullida con una sábana casi transparente a través de la cual puedo echar un vistazo a sueños ajenos. Una cobija con tiritas que dan comezón en la nariz y una colcha sin personalidad que duerme feliz con sus amigas.
A mi lado, un burocito con una lámpara de bola que no he encendido, una mesa de madera con mantel plástico de flores un perchero muy útil para colgar mis gorras y un ropero vacío que más bien es mi compañero de cuarto.
Por la cortina de la puerta puedo ver la mesita del patio cubierto con vides de las que cuelgan verdes uvas.
Se escuchan viejos tangos que cantan desde la habitación de Ernesto, un anciano nostálgico como todo lo que está aquí.
Caminar por las calles de Montevideo es como un viaje al pasado, como si de repente todo se tornara blanco y negro y la gente vistiera con trajes de otros tiempos, el aire es añejo y rancio y las casas de la ciudad vieja dan estertores de muerte mientras cruzas frente a ellas.
Edificios enormes de diferentes estilos arquitectónicos se paran en las aceras como seniles gigantes que en su rostro muestran orgullosos un pasado glorioso una juventud fuerte y briosa que sin embargo... ya se fue.
Art deco, eclecticismo histórico, neoclásico y modernista se funden en un cuadro cubista como los que creaba el viejo Torres García símbolo del arte uruguayo.
Desde su caballo, Artigas mira el tiempo pasar sobre sus cenizas y sus ojos verdes de bronce lloran amargura mientras cabalga por la eternidad.
Frente a él, con sus motivos ultramarinos el único, el más característico edificio montevideano, se yergue a noventa y tantos metros de altura con sus caprichosas formas. El palacio salvo con todas sus historias, se desmorona poco a poco como un sueño al despertar.
¡Morcilla dulce por favor! y un ucraniano molesto por que lo llenan de billetes viejos en lugar de dólares y su barco está por partir, maldice en una lengua tan ajena a la mía que más bien parece un sonido gutural amorfo de alguna bestia al fenecer.
Llevo mi traje de humano, ligero, por las viejas calles y un grupo de niños con bata blanca y una ridícula corbata azul a modo de moño me recuerdan las líneas de Edmundo de Amicis en "Corazón".
Me siento a tomar un té con leche en la plaza de Fabini, mejor conocida como del entrevero y leo mi libro de Montevideanos de ese poeta que tanto quiero y que vio la luz en este pedacito de mundo: Mario Benedetti.
Los uruguayos tienen una mirada especial, como triste.
Sus sonrisas son francas y amigables pero esa esquina en sus ojos no los deja mentir.
Las casas tapiadas me invitan a entrar con la mente y a marearme por el aire viciado de siglos para encontrarme con Aura, el personaje que imaginado por Carlos Fuentes.
Al fondo del oscuro corredor debe vivir un cadáver con su ropa pegada a la piel seca, en su cama de latón, los ojos ausentes y el cabello como dorada aureola rodeando el desnudo cráneo.
Pero eso solo por las noches, por que de día se levanta como una hermosa mujer de estrecha cintura y pechos generosos lista a calentar el agua para el mate y después realizar las labores diarias como ayer, como el día antes de ayer; como hace cien años.
Vuelvo de mi abstracción y veo la bandera con bandas celestes y el sol amarillo, la gente camina como en cualquier gran ciudad, apresurada, pero aquí, termo al brazo y mate en mano llevan su carne y huesos lo más pronto posible para checar a tiempo en la tarjeta de la oficina.
La escollera sarandí huele a pescado recién muerto, las ramblas corren paralelas al río que parece mar y Montevideo sigue allí, como nunca lo soñé, como sueño al despertar...



Roberto Rojo Montevideo,
Diciembre 2005

sábado, 16 de abril de 2011

Tzontzecuicuilli

Un movimiento extraño me despertó. Abrí los ojos y un tremor silencioso sacudía la tierra. Camerino hablaba fuerte por su radio: ¡Salgan de ahí!; un perro flaco, casi translúcido miraba hacia el cielo y el charco sobre el camino de terracería se cimbraba en ondas. Frente a mí, una vieja cisterna apuntalada por pilotes y aferrada precariamente a la pared, parecía finalmente caer. Pequeños terrones resbalaban y temí que se viniera abajo. Durante casi un minuto la Tierra se acomodó, era como si un gigante se desperezara al amanecer.
Volvió la calma y sentado en la camioneta recordé la noche fría que me obligó a cambiarme a la cabina para poner la calefacción durante la madrugada.
Mi mente voló inmediatamente: Ojalá que no estuviera nadie en cueva durante el temblor. Pasé la lista: David, Alejandra y Pacheco fueron ayer al tío Chueco. Para esta hora ya debieron haber salido. Me aterró pensar en los pasos estrechísimos de esa cueva e imaginar a alguien después de ellos sintiendo el movimiento telúrico. Aliviado proseguí: Olga, Pablo y Beluga están acampando en la zona más lejana, a unas tres horas del campamento base, que de por sí es un lugar remoto. Seguro los despertó el movimiento de los árboles sobre sus cabezas. A Gus y Lencho los debió haber sorprendido en el camino sobre el lapiaz. Al y Franco, están en el campamento. Puedo imaginar su susto y después las bromas espontáneas.
Seguro todos estarán bien.
Allá arriba, formamos una pequeña comunidad de la cuál me siento orgulloso de ser integrante. Nuestro campamento quedó instalado en un “puerto” entre las montañas y en medio de dos terrenos, uno sin árboles ya (aunque ya está siendo reforestado) y otro con un bonito bosque que quedó como testigo de lo que fue hace algunos años su ladera vecina.
La parte deforestada, nos permite ver el imponente Tzonztzecuiculi, que entre montañas se muestra majestuoso y desafiante. También nos permite ver el cielo estrellado y una mañana especial donde la gran luna llena se sentó a descansar a las once del día sobre el cerro (Después supe que fue una de las pocas ocasiones donde la luna se ha visto más grande). Cuando estamos dentro de una nube, la parte deforestada da un aire de desolación, ya que entre la blancura asoman grandes troncos muertos pintados de negro por un incendio pretérito como siniestro recordatorio de la devastación humana. Dos veces hemos visto pasar una pareja de aguilillas muy cerca. Pienso que se aproximan a nosotros para investigar.
En el pequeño bosque, en cambio, las vistas y sensaciones son totalmente diferentes. En días claros, si uno pone atención se ve una explosión de vida: camas de musgos, extraños helechos punteados por los soros en sus frondas, plantas con modestas pero hermosas flores color violeta, verde y amarillo, sensuales enredaderas que abrazan los troncos, bromelias sentadas en su rama y henos colgando como las barbas de árboles sabios. Y los árboles, los árboles, grandes cipreses que nos dan techo y sombra. Hay zumbidos de insectos por doquier: febriles abejas trabajan desde el amanecer, metálicas moscas buscan alimento, gigantescas típulas bailan al volar, joyas de escarabajos caminan sobre las plantas, sencillas pero hermosas mariposas remontan valientes las corrientes de aire, seguros sírfidos mantienen su vuelo perfecto en los rayos de sol que se filtran por la floresta. Cuando las nubes se meten a investigar, el bosque cambia sus colores por un perturbador tono monocromático y se vuelve tenebroso, pero esta es solo una etapa intimidante que al bosque a veces le gusta adoptar y aunque hay veces que pasa así días o noches enteras, las aves cantan para avisar su cambio de humor. Una, dos, tres… tal vez diez especies de canoras se pueden escuchar, desde discretos “pit pit” a largos “uh uuuh”, pero de entre todos sobresale la gloriosa primavera con su canto imposible y redundante.
En una ocasión, por la noche un búho, se perchó sobre mi tienda y curiosos, nos observamos mutuamente largo rato.
En medio de esos dos territorios distintos, se encuentra nuestro país, el país de los espeleólogos. Extraño triunvirato dotado de una democracia libertino/liberal, salpicado de anarquía y rebelión es el sistema de gobierno inexistente en ese punto geográfico autónomo.
Con las comodidades necesarias para vivir, como una gran mesa multiusos de tablones, asientos de pino, cocina con cocineta, alacena diseño D´Tirado, instalación eléctrica Warild´s a base de celdas solares, tripié rústico para separación de basura, portaequiposypendejadas estilo rústico, columpio de ciprés para 3; área de fogata y letrina high class; la vida es tranquila.
El agua la obteníamos de un ojito a unos 20m del campamento, pero como buenos humanos sobreexplotamos el recurso y ahora hay que viajar 25 minutos cargando contenedores de 25 litros para ir a una dolina donde hay agua. Esto habrá que hacerlo mientras se recarga de nuevo nuestro ojito. Ya aprendimos la lección.
Nuestra pequeña sociedad evoluciona a pasos agigantados, ya dejamos la etapa práctica para dedicarnos a lo suntuario. La mesa está llena de graffitis, algunos de ellos verdaderas obras de arte.
Hay que andarse con cuidado en los alrededores, Olga halló hace poco una hermosa víbora cascabel y aunque normalmente los alacranes de esta región no están reportados como nocivos para el ser humano, ya hemos encontrado algunos, incluso bajo nuestro colchón.
Las jornadas de trabajo son continuas y en ocasiones extenuantes, verdaderas palizas. Algunos se levantan con la luz, otros un poco más tarde, pero siempre hay actividad. Hay que lavar los trastes, preparar el desayuno, ir por agua, hacer reparaciones, cargar baterías, alistar los equipos y salir. Incluso la gente que se queda en el campamento difícilmente tiene un rato de solaz.
Algunos vestimos de harapos ya, nuestras ropas de han ido rasgando así como nuestra piel con los bordes filosos y las espinas. En ocasiones los pantalones casi desaparecen debajo de tanto remiendo.
Si los viajes son de prospección, hay que llevar bastante agua, sombrero y tal vez lo más importante, ropa cómoda pero aguantadora, pero sobre todo guantes. La naturaleza aquí es inhóspita y en ocasiones hostil. Las plantas tienen pinchos por todos lados y se organizan en verdaderas trampas, las rocas son filosas como navaja y bailan bajo nuestros pies.
A Beluga le cayó un gran bloque en la pierna, Allan cayó, Gustavo se enterró el pico de una rama en la espalda, a David una planta le pinchó el ojo, Olga se golpeó con un árbol, Marce, Franco, Ale y yo nos hemos perdido, mi pié quedó aprisionado bajo un bloque que deslizó, la mejilla de Lencho fue atravesada por una afilada rama y así la naturaleza juega con nosotros. Me recuerda a una multitud jugando con el borracho local después de una fiesta. Cuando caminamos, las plantas nos empujan, nos jalan, nos dan golpes en la cabeza, nos pican las costillas o el trasero, las rocas se mueven bajo nuestros pies y nos hacen trastabillar, se quitan y nos hacen caer en agujeros y después de la conmoción volteamos a ver… y todos se hacen pendejos. Plantas y rocas quedan inmóviles como si no tuvieran la culpa de nada y tan solo se escucha la risilla del viento que pasa.
La recompensa: Buenas aventuras, hermosos paisajes siempre cambiantes (de hecho me impresiona que siendo la misma vegetación o tipo de roca, a cada vuelta hay entornos completamente diferentes entre si), algunas, o muchas, marcas en la piel. Pero sobre todo, encontrar cuevas nuevas.
El terreno es engañoso, en ocasiones parece que va a haber algo grande en alguna dolina o valle y al explorarla no hay más que marañas y tierra, mientras que a veces y de la nada, asoma por entre la vegetación el ojo milenario de alguna cueva, misterioso, escondido entre la selva o el bosque. Nos acercamos con emoción y el aliento fresco que delata su profundidad, irremediablemente nos llama a ella. Con temor, con ansiedad, con angustia y con alegría, debemos prepararnos para entrar.
Si los viajes son a cueva, hay que preparar equipo de armado y equipo de topografía. Cargados y mentalizados para una ardua jornada, salen los equipos del campamento para desaparecer tras la loma, siempre acompañados por algún “Gloria o muerte”, “Éxito”, o “Nos vemos pronto”.
El camino para llegar a paisano es fácil: Bordeas la dolina, pasas las tablas, subes hasta el tronco donde todos se golpean, cruzas el paso del oso panda, la zona de la cascabel, el árbol en “Y” junto al palo quemado, maguey cortado, marca alta, camino de pinitos, la pirámide maya y sales de la zona difícil, luego hasta el cruce hacia el tío Chueco y la cueva del amor, para llegar a la roca con lluvia y finalmente el árbol de las conversaciones. Lo curioso es que cada quién tiene su propio mapa mental del camino con hitos diferentes y su propia nomenclatura.
Una vez fuera de la cueva hay que equiparse.
Los espeleólogos siempre me han parecido como superhéroes: Portan un casco que antes llevaba una llama viva al frente y ahora desprende una luz tan fuerte que parece de locomotora, visten un traje de colores extraños y de un material casi indestructible, llevan guantes y botas altas. Además poseen poderes extraordinarios como la capacidad de desplazarse por terrenos insólitos a través de cuerdas (De hecho, cuando veo la maestría con que se mueve una araña sobre su hilo, no puedo evitar pensar en espeleólogos), son capaces de cruzar estrecheces imposibles, de llegar hasta donde nunca nadie antes fue, de remontar causes, de saltar al vacío, de pasar largas horas en la oscuridad y frío sin comer más que pequeñas porciones de energía, así como la capacidad de prescindir completamente de lo que la gente común llama “bañarse”. El espeleólogo contribuye al medio no oponiendo ninguna resistencia al libre flujo de gases entre él y la naturaleza. Además cuenta con un arnés especial, extremidades artificiales como ascensores, descensores y cabos. En su bandolera, lleva armas (Taladro, martillo) y balas (spitz, bolts, para bolts, multy montys, etc.), cuerdas. Además en ocasiones llevan armas láser para medir las cavidades y para completar la imagen, portan una espuela a la que llama pantin.
Por debajo de la Tierra, el paisaje es como de otro mundo: Grandes pozos verticales de paredes lavadas, que terminan en pequeñas pozas y continúan en inhumanos pasos estrechos donde la cueva oprime el pecho y hay que luchar a veces ayudados por la gravedad para atravesarlos. Y hablando de la gravedad, en estos sitios uno se da cuenta de la incansable fuerza que nos atrae hacia abajo. Las rocas tienen tanta energía aquí y no hablo de terrenos metafísicos sino que grandes bloques están en un equilibrio tan precario que casi se puede ver su fuerza cinética en cuanto se mueva alguna de las pequeñas rocas que aleatoriamente y como un gatillo están en una tensión extrema listas para descargar toneladas y toneladas de material.
Colgado de la línea, uno debe tener todo asegurado al arnés pues el vacío llama con su fuerza milenaria a cualquier cosa que esté suelta… incluso a nosotros.
Las cuevas nos gastan bromas y como la naturaleza al exterior, al interior también juega con nosotros. Nos da perspectivas y ángulos erróneos únicamente adivinados por la teórica vertical de la cuerda, nos lleva en un espiral descendente del que sólo nos damos cuenta cuando vemos el mapa que se forma a partir de los datos recopilados.
Hay cuevas grandes y pequeñas pero cada una tiene su propia personalidad. Durante el cumpleaños de Al, después del ya tradicional Pen cake, Lencho y yo entramos a una cueva nueva. Un breve tiro de unos 12 metros por cuya entrada llegaba un glorioso haz de luz que iluminaba la oquedad. En su base, verdes plantas formaban un bonito tapete entre bloques antiguos de rocas caídas. Un poco más adelante una salamandra avanzaba lentamente con sus dedos y ojos de caricatura. Después de pasar los ya acostumbrados estrechos de esta zona donde la cueva nos acaricia con su áspera mano, Lencho me dice: “ven, veo el pasto” Yo pensé que bromeaba pero al llegar con él, sentarme a su lado y apagar mi luz. Una línea de verde fosforescente se encendió ante mis incrédulos ojos. A unos tres metros de nosotros y por un espacio de unos 20 cm estaba la base de otra dolina. Las hojas brillantes y la imagen en general de un paraíso inalcanzable me estremecieron. Al regresar Lencho encontró los restos de una zorrita que probablemente decidió que ese lugar mágico sería su tumba.
Como familias de topos avanzamos por arrastraderas viendo el trasero del que va enfrente o escuchando su voz; como arañas nos descolgamos y avanzamos por delgados hilos; como salamandras buscamos los sitios oscuros, húmedos y fríos; como murciélagos nos atraen las cavidades oscuras y tenebrosas; como humanos avanzamos hacia lo ignoto en busca de conocimiento y emoción.
A más de medio kilómetro de profundidad, sentado en la soledad de eones, en medio de imperturbables paredes, observo un diminuto arácnido amarillento caminar tímidamente cerca de mí. Me asombra ver que la vida se abre paso en los lugares más inesperados y me pongo contento de saber que habitamos un mundo fantástico y sublime.
Escucho la voz de mis compañeros acercarse. Es hora de partir, la “calle” está a unas horas de distancia y finalmente nosotros somos seres de luz, extranjeros en este país de tinieblas. Debemos salir, subir, hablar y vivir. Se van nuestros focos, nuestros humores y aquel lugar, permanecerá como siempre.

Roberto Rojo (Chibebo)
7 de Abril de 2011
Tepequexpa, México.

martes, 15 de febrero de 2011

Espantapájaros 24. Oliverio Girondo

24

El 31 de febrero, a las nueve y cuarto de la noche, todos los habitantes de la ciudad se convencieron que la muerte es ineludible.
Enfocada por la atención de cada uno, esta evidencia, que por lo general lleva una vida de araña en los repliegues de nuestras circunvoluciones, tendió su tela en todas las conciencias, se derramó en los cerebros hasta impregnarlos como a una esponja.
Desde ese instante, las similitudes más remotas sugerían, con tal violencia, la idea de la muerte, que bastaba hallarse ante una lata de sardinas —por ejemplo— para recordar el forro de los féretros, o fijarse en las piedras de una vereda, para descubrir su parentesco con las lápidas de los sepulcros. En medio de una enorme consternación, se comprobó que el revoque de las fachadas poseía un color y una composición idéntica a la de los huesos, y que así como resultaba imposible sumergirse en una bañadera, sin ensayar la actitud que se adoptaría en el cajón, nadie dejaba de sepultarse entre las sábanas, sin estudiar el modelado que adquirirían los repliegues de su mortaja.
El corazón, sobre todo, con su ritmo isócrono y entrañable, evocaba las ideas más funerarias, como si el órgano que simboliza y alimenta la vida sólo tuviera fuerzas para irrigar sugestiones de muerte. Al sentir su tic-tac sobre la almohada, quien no llorara la vida que se le iba yendo a cada instante, escuchaba su marcha como si fuese el eco de sus pasos que se encaminaran a la tumba, o lo que es peor aun, como si oyese el latido de un aldabón que llamara a la muerte desde el fondo de sus propias entrañas.
La urgencia de liberarse de esta obsesión por lo mortuorio, hizo que cada cual se refugiara —según su idiosincrasia— ya sea en el misticismo o en la lujuria. Las iglesias, los burdeles, las posadas, las sacristías se llenaron de gente. Se rezaba y se fornicaba en los tranvías, en los paseos públicos, en medio de la calle... Borracha de plegarias o de aguardiente, la multitud abusó de la vida, quiso exprimirla como si fuese un limón, pero una ráfaga de cansancio apagó, para siempre, esa llama rada de piedad y de vicio.
Los excesos del libertinaje y de la devoción habían durado lo suficiente, sin embargo, como para que se demacraran los cuerpos, como para que los esqueletos adquiriesen una importancia cada día mayor. Sin necesidad de aproximar las manos a los focos eléctricos, cualquiera podía instruirse en los detalles más íntimos de su configuración, pues no sólo se usufructuaba de una mirada radiográfica, sino que la misma carne se iba haciendo cada vez más traslúcida, como si los huesos, cansados de yacer en la oscuridad, exigieran salir a tomar sol. Las mujeres más elegantes —por lo demás— implantaron la moda de arrastrar enormes colas de crespón y no contentas con pasearse en coches fúnebres de primera, se ataviaban como un difunto, para recibir sus visitas sobre su propio túmulo, rodeadas de centenares de cirios y coronas de siemprevivas.
Inútilmente se organizaron romerías, kermeses, fiestas populares. Al aspirar el ambiente de la ciudad, los músicos, contratados en las localidades vecinas, tocaban los “charlestons” como si fuesen marchas fúnebres, y las parejas no podían bailar sin que sus movimientos adquiriesen una rigidez siniestra de danza macabra. Hasta los oradores especialistas en exaltar la voluptuosidad de vivir resultaron de una perfecta ineficacia, pues no solo los tópicos más experimentados adquirían, entre sus labios, una frigidez cadavérica, sino que el auditorio sólo abandonaba su indiferencia para gritarles: “¡Muera ese resucitado verborrágico! ¡A la tumba ese bachiller de cadáver!”
Esta propensión hacia lo funerario, hacia lo esqueletoso, ¿podía dejar de provocar, tarde o temprano, una verdadera epidemia de suicidios?
En tal sentido, por lo menos, la población demostró una inventiva y una vitalidad admirables. Hubo suicidios de todas las especies, para todos los gustos; suicidios colectivos, en serie, al por mayor. Se fundaron sociedades anónimas de suicidas y sociedades de suicidas anónimos. Se abrieron escuelas preparatorias al suicidio, facultades que otorgaban título “de perfecto suicida”. Se dieron fiestas, banquetes, bailes de máscaras para morir. La emulación hizo que todo el mundo se ingeniase en hallar un suicidio inédito, original. Una familia perfecta —una familia mejor organizada que un baúl “Innovación”— ordenó que la enterrasen viva, en un cajón donde cabían, con toda comodidad, las cuatro generaciones que la adornaban. Ochocientos suicidas, disfrazados de Lázaro, se zambulleron en el asfalto, desde el veinteavo piso de uno de los edificios más céntricos de la ciudad. Un “dandy”, después de transformar en ataúd la carrocería de su automóvil, entró en el cementerio, a ciento setenta kilómetros por hora, y al llegar ante la tumba de su querida se descerrajó cuatro tiros en la cabeza.
El desaliento público era demasiado intenso, sin embargo, como para que pudiera persistir ese ímpetu de aniquilamiento y exterminio. Bien pronto nadie fue capaz de beber un vasito de estricnina, nadie pudo escarbarse las pupilas con una hoja de “gillette”. Una dejadez incalificable entorpecía las precauciones que reclaman ciertos procesos del organismo. El descuido amontonaba basuras en todas partes, transformaba cada rincón en un paraíso de cucarachas. Sin preocuparse de la dignidad que requiere cualquier cadáver, la gente se dejaba morir en las posturas más denigrantes. Ejércitos de ratas invadían las casas con aliento de tumba. El silencio y la peste se paseaban del brazo, por las calles desiertas, y ante la inercia de sus dueños —ya putrefactos— los papagayos sucumbían con el estómago vacío, con la boca llena de maldiciones y de malas palabras.
Una mañana, los millares y millares de cuervos que revoloteaban sobre la ciudad —oscureciéndola en pleno día— se desbandaron ante la presencia de una escuadrilla de aeroplanos.
Se trataba de una misión con fines sanitarios, cuyo rigor científico implacable se evidenció desde el primer momento.
Sin aproximarse demasiado, para evitar cualquier peligro de contagio, los aviones fumigaron las azoteas con toda clase de desinfectantes, arrojaron bombas llenas de vitaminas, confetis afrodisíacos, globitos hinchados de optimismo, hasta que un examen prolijo demostró la inutilidad de toda profilaxis, pues al batir el record mundial de defunciones, la población se había reducido a seis o siete moribundos recalcitrantes.
Fue entonces —y sólo después de haber alcanzado esta evidencia— cuando se ordenó la destrucción de la ciudad y cuando un aguacero de granadas, al abrasarla en una sola llama, la redujo a escombros y a cenizas, para lograr que no cundiera el miasma de la certidumbre de la muerte.