martes, 26 de abril de 2011

Montevideo

Estoy hospedado en una casa muy antigua en el centro de la ciudad, mi pieza consta de un fragmento de lo que alguna vez fuera una suntuosa habitación, habilitado para que una persona moderna esté a gusto.
Tengo una cama mullida con una sábana casi transparente a través de la cual puedo echar un vistazo a sueños ajenos. Una cobija con tiritas que dan comezón en la nariz y una colcha sin personalidad que duerme feliz con sus amigas.
A mi lado, un burocito con una lámpara de bola que no he encendido, una mesa de madera con mantel plástico de flores un perchero muy útil para colgar mis gorras y un ropero vacío que más bien es mi compañero de cuarto.
Por la cortina de la puerta puedo ver la mesita del patio cubierto con vides de las que cuelgan verdes uvas.
Se escuchan viejos tangos que cantan desde la habitación de Ernesto, un anciano nostálgico como todo lo que está aquí.
Caminar por las calles de Montevideo es como un viaje al pasado, como si de repente todo se tornara blanco y negro y la gente vistiera con trajes de otros tiempos, el aire es añejo y rancio y las casas de la ciudad vieja dan estertores de muerte mientras cruzas frente a ellas.
Edificios enormes de diferentes estilos arquitectónicos se paran en las aceras como seniles gigantes que en su rostro muestran orgullosos un pasado glorioso una juventud fuerte y briosa que sin embargo... ya se fue.
Art deco, eclecticismo histórico, neoclásico y modernista se funden en un cuadro cubista como los que creaba el viejo Torres García símbolo del arte uruguayo.
Desde su caballo, Artigas mira el tiempo pasar sobre sus cenizas y sus ojos verdes de bronce lloran amargura mientras cabalga por la eternidad.
Frente a él, con sus motivos ultramarinos el único, el más característico edificio montevideano, se yergue a noventa y tantos metros de altura con sus caprichosas formas. El palacio salvo con todas sus historias, se desmorona poco a poco como un sueño al despertar.
¡Morcilla dulce por favor! y un ucraniano molesto por que lo llenan de billetes viejos en lugar de dólares y su barco está por partir, maldice en una lengua tan ajena a la mía que más bien parece un sonido gutural amorfo de alguna bestia al fenecer.
Llevo mi traje de humano, ligero, por las viejas calles y un grupo de niños con bata blanca y una ridícula corbata azul a modo de moño me recuerdan las líneas de Edmundo de Amicis en "Corazón".
Me siento a tomar un té con leche en la plaza de Fabini, mejor conocida como del entrevero y leo mi libro de Montevideanos de ese poeta que tanto quiero y que vio la luz en este pedacito de mundo: Mario Benedetti.
Los uruguayos tienen una mirada especial, como triste.
Sus sonrisas son francas y amigables pero esa esquina en sus ojos no los deja mentir.
Las casas tapiadas me invitan a entrar con la mente y a marearme por el aire viciado de siglos para encontrarme con Aura, el personaje que imaginado por Carlos Fuentes.
Al fondo del oscuro corredor debe vivir un cadáver con su ropa pegada a la piel seca, en su cama de latón, los ojos ausentes y el cabello como dorada aureola rodeando el desnudo cráneo.
Pero eso solo por las noches, por que de día se levanta como una hermosa mujer de estrecha cintura y pechos generosos lista a calentar el agua para el mate y después realizar las labores diarias como ayer, como el día antes de ayer; como hace cien años.
Vuelvo de mi abstracción y veo la bandera con bandas celestes y el sol amarillo, la gente camina como en cualquier gran ciudad, apresurada, pero aquí, termo al brazo y mate en mano llevan su carne y huesos lo más pronto posible para checar a tiempo en la tarjeta de la oficina.
La escollera sarandí huele a pescado recién muerto, las ramblas corren paralelas al río que parece mar y Montevideo sigue allí, como nunca lo soñé, como sueño al despertar...



Roberto Rojo Montevideo,
Diciembre 2005

sábado, 16 de abril de 2011

Tzontzecuicuilli

Un movimiento extraño me despertó. Abrí los ojos y un tremor silencioso sacudía la tierra. Camerino hablaba fuerte por su radio: ¡Salgan de ahí!; un perro flaco, casi translúcido miraba hacia el cielo y el charco sobre el camino de terracería se cimbraba en ondas. Frente a mí, una vieja cisterna apuntalada por pilotes y aferrada precariamente a la pared, parecía finalmente caer. Pequeños terrones resbalaban y temí que se viniera abajo. Durante casi un minuto la Tierra se acomodó, era como si un gigante se desperezara al amanecer.
Volvió la calma y sentado en la camioneta recordé la noche fría que me obligó a cambiarme a la cabina para poner la calefacción durante la madrugada.
Mi mente voló inmediatamente: Ojalá que no estuviera nadie en cueva durante el temblor. Pasé la lista: David, Alejandra y Pacheco fueron ayer al tío Chueco. Para esta hora ya debieron haber salido. Me aterró pensar en los pasos estrechísimos de esa cueva e imaginar a alguien después de ellos sintiendo el movimiento telúrico. Aliviado proseguí: Olga, Pablo y Beluga están acampando en la zona más lejana, a unas tres horas del campamento base, que de por sí es un lugar remoto. Seguro los despertó el movimiento de los árboles sobre sus cabezas. A Gus y Lencho los debió haber sorprendido en el camino sobre el lapiaz. Al y Franco, están en el campamento. Puedo imaginar su susto y después las bromas espontáneas.
Seguro todos estarán bien.
Allá arriba, formamos una pequeña comunidad de la cuál me siento orgulloso de ser integrante. Nuestro campamento quedó instalado en un “puerto” entre las montañas y en medio de dos terrenos, uno sin árboles ya (aunque ya está siendo reforestado) y otro con un bonito bosque que quedó como testigo de lo que fue hace algunos años su ladera vecina.
La parte deforestada, nos permite ver el imponente Tzonztzecuiculi, que entre montañas se muestra majestuoso y desafiante. También nos permite ver el cielo estrellado y una mañana especial donde la gran luna llena se sentó a descansar a las once del día sobre el cerro (Después supe que fue una de las pocas ocasiones donde la luna se ha visto más grande). Cuando estamos dentro de una nube, la parte deforestada da un aire de desolación, ya que entre la blancura asoman grandes troncos muertos pintados de negro por un incendio pretérito como siniestro recordatorio de la devastación humana. Dos veces hemos visto pasar una pareja de aguilillas muy cerca. Pienso que se aproximan a nosotros para investigar.
En el pequeño bosque, en cambio, las vistas y sensaciones son totalmente diferentes. En días claros, si uno pone atención se ve una explosión de vida: camas de musgos, extraños helechos punteados por los soros en sus frondas, plantas con modestas pero hermosas flores color violeta, verde y amarillo, sensuales enredaderas que abrazan los troncos, bromelias sentadas en su rama y henos colgando como las barbas de árboles sabios. Y los árboles, los árboles, grandes cipreses que nos dan techo y sombra. Hay zumbidos de insectos por doquier: febriles abejas trabajan desde el amanecer, metálicas moscas buscan alimento, gigantescas típulas bailan al volar, joyas de escarabajos caminan sobre las plantas, sencillas pero hermosas mariposas remontan valientes las corrientes de aire, seguros sírfidos mantienen su vuelo perfecto en los rayos de sol que se filtran por la floresta. Cuando las nubes se meten a investigar, el bosque cambia sus colores por un perturbador tono monocromático y se vuelve tenebroso, pero esta es solo una etapa intimidante que al bosque a veces le gusta adoptar y aunque hay veces que pasa así días o noches enteras, las aves cantan para avisar su cambio de humor. Una, dos, tres… tal vez diez especies de canoras se pueden escuchar, desde discretos “pit pit” a largos “uh uuuh”, pero de entre todos sobresale la gloriosa primavera con su canto imposible y redundante.
En una ocasión, por la noche un búho, se perchó sobre mi tienda y curiosos, nos observamos mutuamente largo rato.
En medio de esos dos territorios distintos, se encuentra nuestro país, el país de los espeleólogos. Extraño triunvirato dotado de una democracia libertino/liberal, salpicado de anarquía y rebelión es el sistema de gobierno inexistente en ese punto geográfico autónomo.
Con las comodidades necesarias para vivir, como una gran mesa multiusos de tablones, asientos de pino, cocina con cocineta, alacena diseño D´Tirado, instalación eléctrica Warild´s a base de celdas solares, tripié rústico para separación de basura, portaequiposypendejadas estilo rústico, columpio de ciprés para 3; área de fogata y letrina high class; la vida es tranquila.
El agua la obteníamos de un ojito a unos 20m del campamento, pero como buenos humanos sobreexplotamos el recurso y ahora hay que viajar 25 minutos cargando contenedores de 25 litros para ir a una dolina donde hay agua. Esto habrá que hacerlo mientras se recarga de nuevo nuestro ojito. Ya aprendimos la lección.
Nuestra pequeña sociedad evoluciona a pasos agigantados, ya dejamos la etapa práctica para dedicarnos a lo suntuario. La mesa está llena de graffitis, algunos de ellos verdaderas obras de arte.
Hay que andarse con cuidado en los alrededores, Olga halló hace poco una hermosa víbora cascabel y aunque normalmente los alacranes de esta región no están reportados como nocivos para el ser humano, ya hemos encontrado algunos, incluso bajo nuestro colchón.
Las jornadas de trabajo son continuas y en ocasiones extenuantes, verdaderas palizas. Algunos se levantan con la luz, otros un poco más tarde, pero siempre hay actividad. Hay que lavar los trastes, preparar el desayuno, ir por agua, hacer reparaciones, cargar baterías, alistar los equipos y salir. Incluso la gente que se queda en el campamento difícilmente tiene un rato de solaz.
Algunos vestimos de harapos ya, nuestras ropas de han ido rasgando así como nuestra piel con los bordes filosos y las espinas. En ocasiones los pantalones casi desaparecen debajo de tanto remiendo.
Si los viajes son de prospección, hay que llevar bastante agua, sombrero y tal vez lo más importante, ropa cómoda pero aguantadora, pero sobre todo guantes. La naturaleza aquí es inhóspita y en ocasiones hostil. Las plantas tienen pinchos por todos lados y se organizan en verdaderas trampas, las rocas son filosas como navaja y bailan bajo nuestros pies.
A Beluga le cayó un gran bloque en la pierna, Allan cayó, Gustavo se enterró el pico de una rama en la espalda, a David una planta le pinchó el ojo, Olga se golpeó con un árbol, Marce, Franco, Ale y yo nos hemos perdido, mi pié quedó aprisionado bajo un bloque que deslizó, la mejilla de Lencho fue atravesada por una afilada rama y así la naturaleza juega con nosotros. Me recuerda a una multitud jugando con el borracho local después de una fiesta. Cuando caminamos, las plantas nos empujan, nos jalan, nos dan golpes en la cabeza, nos pican las costillas o el trasero, las rocas se mueven bajo nuestros pies y nos hacen trastabillar, se quitan y nos hacen caer en agujeros y después de la conmoción volteamos a ver… y todos se hacen pendejos. Plantas y rocas quedan inmóviles como si no tuvieran la culpa de nada y tan solo se escucha la risilla del viento que pasa.
La recompensa: Buenas aventuras, hermosos paisajes siempre cambiantes (de hecho me impresiona que siendo la misma vegetación o tipo de roca, a cada vuelta hay entornos completamente diferentes entre si), algunas, o muchas, marcas en la piel. Pero sobre todo, encontrar cuevas nuevas.
El terreno es engañoso, en ocasiones parece que va a haber algo grande en alguna dolina o valle y al explorarla no hay más que marañas y tierra, mientras que a veces y de la nada, asoma por entre la vegetación el ojo milenario de alguna cueva, misterioso, escondido entre la selva o el bosque. Nos acercamos con emoción y el aliento fresco que delata su profundidad, irremediablemente nos llama a ella. Con temor, con ansiedad, con angustia y con alegría, debemos prepararnos para entrar.
Si los viajes son a cueva, hay que preparar equipo de armado y equipo de topografía. Cargados y mentalizados para una ardua jornada, salen los equipos del campamento para desaparecer tras la loma, siempre acompañados por algún “Gloria o muerte”, “Éxito”, o “Nos vemos pronto”.
El camino para llegar a paisano es fácil: Bordeas la dolina, pasas las tablas, subes hasta el tronco donde todos se golpean, cruzas el paso del oso panda, la zona de la cascabel, el árbol en “Y” junto al palo quemado, maguey cortado, marca alta, camino de pinitos, la pirámide maya y sales de la zona difícil, luego hasta el cruce hacia el tío Chueco y la cueva del amor, para llegar a la roca con lluvia y finalmente el árbol de las conversaciones. Lo curioso es que cada quién tiene su propio mapa mental del camino con hitos diferentes y su propia nomenclatura.
Una vez fuera de la cueva hay que equiparse.
Los espeleólogos siempre me han parecido como superhéroes: Portan un casco que antes llevaba una llama viva al frente y ahora desprende una luz tan fuerte que parece de locomotora, visten un traje de colores extraños y de un material casi indestructible, llevan guantes y botas altas. Además poseen poderes extraordinarios como la capacidad de desplazarse por terrenos insólitos a través de cuerdas (De hecho, cuando veo la maestría con que se mueve una araña sobre su hilo, no puedo evitar pensar en espeleólogos), son capaces de cruzar estrecheces imposibles, de llegar hasta donde nunca nadie antes fue, de remontar causes, de saltar al vacío, de pasar largas horas en la oscuridad y frío sin comer más que pequeñas porciones de energía, así como la capacidad de prescindir completamente de lo que la gente común llama “bañarse”. El espeleólogo contribuye al medio no oponiendo ninguna resistencia al libre flujo de gases entre él y la naturaleza. Además cuenta con un arnés especial, extremidades artificiales como ascensores, descensores y cabos. En su bandolera, lleva armas (Taladro, martillo) y balas (spitz, bolts, para bolts, multy montys, etc.), cuerdas. Además en ocasiones llevan armas láser para medir las cavidades y para completar la imagen, portan una espuela a la que llama pantin.
Por debajo de la Tierra, el paisaje es como de otro mundo: Grandes pozos verticales de paredes lavadas, que terminan en pequeñas pozas y continúan en inhumanos pasos estrechos donde la cueva oprime el pecho y hay que luchar a veces ayudados por la gravedad para atravesarlos. Y hablando de la gravedad, en estos sitios uno se da cuenta de la incansable fuerza que nos atrae hacia abajo. Las rocas tienen tanta energía aquí y no hablo de terrenos metafísicos sino que grandes bloques están en un equilibrio tan precario que casi se puede ver su fuerza cinética en cuanto se mueva alguna de las pequeñas rocas que aleatoriamente y como un gatillo están en una tensión extrema listas para descargar toneladas y toneladas de material.
Colgado de la línea, uno debe tener todo asegurado al arnés pues el vacío llama con su fuerza milenaria a cualquier cosa que esté suelta… incluso a nosotros.
Las cuevas nos gastan bromas y como la naturaleza al exterior, al interior también juega con nosotros. Nos da perspectivas y ángulos erróneos únicamente adivinados por la teórica vertical de la cuerda, nos lleva en un espiral descendente del que sólo nos damos cuenta cuando vemos el mapa que se forma a partir de los datos recopilados.
Hay cuevas grandes y pequeñas pero cada una tiene su propia personalidad. Durante el cumpleaños de Al, después del ya tradicional Pen cake, Lencho y yo entramos a una cueva nueva. Un breve tiro de unos 12 metros por cuya entrada llegaba un glorioso haz de luz que iluminaba la oquedad. En su base, verdes plantas formaban un bonito tapete entre bloques antiguos de rocas caídas. Un poco más adelante una salamandra avanzaba lentamente con sus dedos y ojos de caricatura. Después de pasar los ya acostumbrados estrechos de esta zona donde la cueva nos acaricia con su áspera mano, Lencho me dice: “ven, veo el pasto” Yo pensé que bromeaba pero al llegar con él, sentarme a su lado y apagar mi luz. Una línea de verde fosforescente se encendió ante mis incrédulos ojos. A unos tres metros de nosotros y por un espacio de unos 20 cm estaba la base de otra dolina. Las hojas brillantes y la imagen en general de un paraíso inalcanzable me estremecieron. Al regresar Lencho encontró los restos de una zorrita que probablemente decidió que ese lugar mágico sería su tumba.
Como familias de topos avanzamos por arrastraderas viendo el trasero del que va enfrente o escuchando su voz; como arañas nos descolgamos y avanzamos por delgados hilos; como salamandras buscamos los sitios oscuros, húmedos y fríos; como murciélagos nos atraen las cavidades oscuras y tenebrosas; como humanos avanzamos hacia lo ignoto en busca de conocimiento y emoción.
A más de medio kilómetro de profundidad, sentado en la soledad de eones, en medio de imperturbables paredes, observo un diminuto arácnido amarillento caminar tímidamente cerca de mí. Me asombra ver que la vida se abre paso en los lugares más inesperados y me pongo contento de saber que habitamos un mundo fantástico y sublime.
Escucho la voz de mis compañeros acercarse. Es hora de partir, la “calle” está a unas horas de distancia y finalmente nosotros somos seres de luz, extranjeros en este país de tinieblas. Debemos salir, subir, hablar y vivir. Se van nuestros focos, nuestros humores y aquel lugar, permanecerá como siempre.

Roberto Rojo (Chibebo)
7 de Abril de 2011
Tepequexpa, México.